CHAMBONA Y BURUNDANGA
Una vez, en una conferencia de esas a las que me invitan por el tema de la cocina, -porque todos quieren con Marilyn y apenas empezaban a conocer el término gastronomía, confundido con comida de restaurantes y no buena comida-, quien me acompañó en la tarima era una figurita que a toda costa quería ser notoria.
Como perejil de todo caldo, en cuanto programa de televisión hasta publicó un libro de cocina dando lustre al ego de barrigones importantes en la Banca, negocios, política que lo patrocinaron.
Desde que puse los pies en el auditorio la vi entronizada en el escenario repantigada en un pequeño diván, con los brazos desplegados en el espaldar en posición de Olimpia de Manet y las paticas cruzadas con taconcitos altos y modelito, y maquillajito, todo en ella pequeñito, revisaba papeles y libros, en el papel de intelectual con las notas para su intervención.
Desde el principio de la charla tomamos rumbos opuestos. La diva no articulaba frase sin intercalar citas de autores franceses en francés. Con mis ojos de ave de cetrería examinaba el auditorio que sumido en su silla con actitud de subí de categoría social oyendo a esta dama.
Estoy segura que ellos, el auditorio, la admiraba a morir por ser era adicta a la televisora y “manejaba” una voz entre melíflua y controladamente chillona. Tuve deseos de escabullirme al baño por emergencia y dejarla hablando sola; me contuve y le permití su cháchara histriónica hasta que me tocó el turno.
A la pobre le refuté sus farandulerías empezando por el tema que me cimbró y todavía me cimbra: el “calentao”. Así, en lengua paisa: “calentao”, que en los últimos diez años hizo su aparición triunfante en las comidas de restaurante. (La comida se divide entre comida de casa y comida de restaurante, lo mismo que comida buena y comida mala). No soporto que esté en categoría de plato colombiano.
Es sencillamente un recurso de la precariedad y del mal cocinar. Pero un plato criollo, nativo, del recetario nuestro no es y no es y me contienen porque me da una pataleta.
La gente del común se cría con la creencia que comer bien es comer fuera, en cualquier sitio donde pasen una cuenta. Que parte de comer bien está en el tiempo que los dejan esperar bostezando para que la comida llegue: tarde, confundida y fría. Que la atiendan como perros en misa, dejándose descrestar por los millones de pesos invertidos en arquitectura, publicidad y relinchos, en el mejor de los casos.
¿Pero dónde está el “calentao”? En los restaurantes de alto montaje y de cadena que sostienen un pesado tren de empleados con grandes gastos en seguridad social y bla, bla, bla. Buen gusto, cero.
El calentado es la zancadilla que le ponen al estado de pérdidas y ganancias: aprovechar sobras rehaciéndolas con productos de tercera calidad porque en el revoltorio cualquier cosa cae, no lo nota el paladar, reciclando lo que queda, recalentando el sobrado de ayer, disfrazándolo con perendengues y dando en la vena del gusto al comensal lego que se siente transportado a su niñez montañera donde el lema era “comamos cualquier cosa”.
Solamente a mi me parece un despropósito salir a comer fuera y que terminen ofreciéndome un “calentao”. Indigno. Pero así es; llenas están las cartas en restaurantes y clubes con el esperpento culinario.
Un antiguo comensal muy emperingotado que llegaba con chofer y auto costoso y que frecuentaba mi restaurante porque creía “que estaba de moda” y quería que lo vieran, me confesó un día que cuando llegaba a su elegante finca paisa pedía a sus empleados que le hicieran bastante sancocho para que le sobrara, congelarlo y comer “calentao” todo el tiempo.
Allí pasa algo, es tacañería aguda o rezagos del estilo de comer campechano, montañero, difícil de matizar. De allí que muchas veces se me pase por la cabeza que el colombiano aguanta cualquier cosa porque se levantaron comiendo cualquier cosa. Idolatran los domicilios por no ensuciar y lavar platos.
Yo creía que esa ola arrolladora del “calentao” sería asunto pasajero como suelen ponerse las cosas de moda y luego desaparecen por feas. Pero no. Leía en revistas, periódicos, de viva voz que en los clubes más exclusivos el tal “calentao” era puppy, pijo, posh, lo último en guaracha.
No me cabía la figura del jugador de polo hambriento y sudoroso sentado frente a un plato de “calentao” con el huevo frito encima con sus prendas de marca, zapatos de marca, caballo de marca. Algo no funciona aquí, me dije. Y fue el principio del fin de mi credibilidad en lo que este país opinaba en materia de gusto, de paladar.
La chirriquitica pretensiosa defendía el calentao, según ella aporte popular a la comida colombiana, tema de la charla: Los aportes a la cocina colombiana. Imaginará el lector mi respuesta. Resumo que un calentao no es un plato ni mucho menos un aporte. Miles de platos creación popular se olvidan y persisten en el insoportable calentado. Algo pasa aquí.
Por lo regular en casas de mi tierra Caribe, el servicio, quienes ayudan en los oficios y mantenimiento de la casa y cocina, plancha y niños, se van de vacaciones para pasar el año nuevo en sus casas, en su pueblo, en su corregimiento monte adentro donde viven como reyes en su tierra, comiendo su ñame, su yuca exquisita y celebran con sancocho de pavo ahumado, matan puerquitos que engordaron para la fecha, y por más pobre, alguien de la casa vecina la envía el plato bien guarnecido, con las delicias de la noche cuyo olor cálido de seguro los despelucó.
No recuerdo con precisión quién fue este personaje, qué hacía el personaje de marras, pero en todo caso la cogió el año nuevo en tierra extraña y la necesidad la hizo trabajar para esa fecha en casa ajena. Era la mañana siguiente, el día del gran festín de volver a comer lo de la noche anterior con toda su pompa. Nunca llamamos calentado el comer el pavo, su relleno, los pasteles, el pernil y su salsa, y la ensalada de papa que quedaron. No sobraron.
Pero no era calentao. Allí nada se revolvía cual comida de canes, no. Hay pasteles y hayacas hechos para que quede y seguir comiendo días y días. El pavo bien relleno, cuyo relleno como galantina no se deteriora, ni hace los estragos que suelen hacer ciertos calentados cuando la gente come comida festiva que no prepara bien o la compran en delikatesen y mercados, o la mandan a preparar en casa ajena.
La carcasa del pavo o los huesos de los perniles se convierten en caldos deliciosos para amainar la resaca. El sancocho de pavo, los sancochos de mondongo y hasta los guandules que no faltan en el Caribe, hierven de nuevo en su forma original pero jamás se pica y se revuelve todo y se recalienta todo y se le van montando cosas encima, inventaciones para apetitos de carretera. Y como cosa fina un huevo frito encima.
Ese día después del año nuevo o la Navidad desayunamos tarde con parte de lo que quedó del banquete de la noche anterior. Le servimos a la muchacha del servicio, al personaje quién me referí.
Al rato vimos que su plato estaba intacto y ella mohina, medio arrinconada. Le preguntamos por qué no había comido y respondió muy segura, “Yo no como amanecío”. Significaba que no comía comida trasnochada.
Al auditorio expliqué que en el Caribe se cocinaba tres veces al día las cantidades que debían ser y no quedaban sobras porque todo era exquisito, delicioso, justo en su medida y nadie quedaba con hambre.
Uno de los defectos de los cocineros incipientes o de quienes no tienen idea de cocinar pero se aventuran, es el tema de las cantidades, de las proporciones.
Hace muchos años un escritor me dijo en casa después de un desayuno que yo tenía ojo de buen cubero porque sin que la gente quedara con hambre jamás me quedaban sobras insípidas porque se me iba la mano en proporciones.
“Tranquilos”, dicen cuando uno advierte que ese sancocho va demasiado cargado de esto u lo otro. “Tranquilos que hacemos calentado.” Lo detesto. Pero ese calentado es un picadillo de harinas, tubérculos, más harina, arroz, cucayo, carne pasó por allí y por último lo huevo revuelto.
El “calentao” no es un plato. Es un recurso para aprovechar lo que queda y alimentar gente hambreada, la que come cualquier cosa.
Como me hervía la sangre de saberme sentada allí y arrepentida de tener la antagonista más antagónica de mi historia quise dejar las cosas en claro y arremetí con mi más fervorosa pasión por la defensa de la cocina nacional.
Era necesario que ese auditorio supiera de una vez por todas distinguiera lo que era comer bien y comer mal entre el pueblo y que por comer más costoso no se comía mejor.
Seguí insistiendo en que un “calentao” era una mezcla de sobras y que para mí era ofensivo invitar a alguien para servirle un zopotón similar al plato del perro.
Este tema que escribo hoy me surge cuando escucho la noticia de que un estudio arroja el resultado de que la ciudad de Colombia con mayor nivel de gusto en materia de comida es Barranquilla.
Y como cartagenera que es lo mismo que ser guajira, samaria, monteriana, sincelejana, barranquillera, momposina, magangueleña o vallenata me sentí incluida en esa categoría del rigor en el gusto.
En el Caribe todos los niveles sociales comen bien y no comen “cualquier cosa” o “comen por comer”. Cocinan todos los sexos y edades y, contrario al resto del país, la comida es tema de conversación mientras que para los demás es incomprensible que la vida transcurra en torno a la comida, al buen olor, sabor, a la conservación de los platos de muchas generaciones.
Siendo así las cosas, expliqué al auditorio mudo que en el Caribe colombiano no se comían sobras porque la comida suele ser tan, pero tan exquisita hasta en un rancho de cuatro palos y dos palmas como techo, nunca sobran los montones de arroz y frisoles que vienen formando la materia principal del mentado “calentao”.
Y hablé de burundanga porque en el vecino país de Panamá, a lo que nosotros llamamos chatarra ellos denominan “burundanga”.
Y todavía con el amor por el “calentao” hablan de Bogotá, Colombia como destino gastronómico.
Estrella de los Ríos, Bogotá, octubre 5 de 2011