¿Cocina qué?

Estrella de los Ríos

Viernes 25 de marzo de 2011

Ayer pasé por una calle de esta ciudad, Bogotá, en Colombia, donde aquel que quiere poner un restaurante se abre a codazos limpio para obtener espacio y quedar allí hacinado, sin reparar la calidad de oferta. Llamó la atención una envidiable fachada digna de casa de campo en los Hamptons, Mesa de Yeguas. Nos detuvimos pensando que se trataba de un almacén diseño, de muebles costosos a juzgar por la gran vitrina exhibidora que metía por los ojos conjuntos de muebles de finísimo cuero, pisos de madera marfil también, quizá importada de Srilanka, o costosa lámina de guadua criolla que vale más que ámbar. El antejardín y la entrada estaban enchapados de antigua madera de durmientes de tren y el escaparate súper iluminado dejaba ver -hasta el fondo- un patio amoblado también con sabroso cuero color marfil y muros tapizados de helechos colgantes. No cabía duda de que la intención era desnudar la intimidad ante el público y promover una mercancía. Un vigilante orgulloso de la obra de sus patrones se acerca y sin preguntarle nos informa que va a ser un restaurante de… ta ta… “¡cocina creativa!”. No me imaginé comiendo en un gélido ventanal en clima capitalino y a ras de calle, a la vista del transeúnte para no dejar duda de la presencia. Imaginé que los dueños quizá no vivirían rodeados de tamaño derroche de lujo de materiales y menos comerían bien a diario. ¿Quieren demostrar? ¿Desean mostrar algo a alguien? Lo más seguro es que el objeto principal, la comida no sea tan impactante.
El preámbulo obedece al afán actual de invertir en premios de arquitectura y diseño costosísimo en el montaje, con una cocina bella nada funcional para el verdadero cocinero. La estadística confirma que termina en rotunda quiebra porque falló el ingrediente esencial: el buen anfitrión y cocinero de verdad verdad, que prima en quien se aventura en un restaurante. El buen anfitrión concentra su esfuerzo en atender sin que presuponga un tren de servidumbre inútil que olvida, que se distrae, que pide excusas, tiene malos modales, carece del don de agradar y le importa un comino reñir con el montaje. El buen anfitrión no escatima, planea, conoce su oficio al dedillo y no confía su misión a terceros que hacen su tarea a cambio de una flaca paga. El buen anfitrión no se despega de la escena, prueba, no engaña, es puntual, ordenado, metódico, no hace esperar a sus invitados, es espléndido, generoso, y ante todo se complace a sí mismo con el convencimiento de que complace a los demás sin fatigarse. El buen anfitrión no se justifica porque como llegaron muchos invitados no alcanzó la comida, ni pudo atender como era debido. En pocas palabras, antes de invertir en la instalación para descrestar tiene que existir madera fina de excelente anfitrión que no la suplen los muebles de cuero de elefante y artesonado de antiguo altar de Dominicos. El buen anfitrión cocina, suda la camiseta, no delega, defiende su inversión, debe tener la absoluta certeza de que su invitado quedará satisfecho y feliz con una inolvidable experiencia y ganas de volver. En pocas palabras, el buen anfitrión debe ser… ¡perfecto!
Pero en nuestras tierras en pleno siglo de las apariencias los restaurantes se miden por el ambiente, por la arquitectura de diseño de los platos aunque sean incomibles, insípidos, rebuscados, pretensiosos. Los restaurantes del siglo de las apariencias llevan a cuestas una carga inconmensurable de gastos, (el tren inútil de meseros, administradores, cajeros, someliers, chefs de mentirillas, valet parking) que obliga a recortar los costos de lo esencial: los productos de primera calidad que se transforman en excelente comida sencilla. De allí que sirvan migajas de pan duro y gotitas de mantequilla, y si el comensal que bien caro paga pide un poco más la respuesta de los costos cargada de mal gusto es: “Eso viene así.” “La porción adicional de pan se cobra.” En Colombia los lácteos y el pan son tan baratos que se puede dar y convidar sin que afecte el P&G.
El buen anfitrión y restaurador debe nacer aprendido para cumplir con la cortesía de reyes: la puntualidad. Nadie debe pagar para esperar una comida. Para comer frío. Para comer mentiras porque el cangrejo auténtico es costoso. Para comer filete de brontosaurio. Para comer tilapia en vez de lenguado. Como vamos, vamos mal, a menos que el dinero no nos importe. Sospechosamente ostentoso, se diría.

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