Todo nos llega tarde…
Estrella de los Ríos, agosto 8 de 2010
Bogotá, Colombia
Un verso de un poema del poeta usiacureño Julio Flórez dice, “Todo nos llega tarde, hasta la muerte”. Sí, en este país todo nos llega tarde porque vivimos refractarios a observar que los hechos llegan y nos pasan por encima. Los sueños, los anhelos, los pensamientos se hacen realidad al cabo de mucho tiempo. Sucedió con mi deseo de décadas, tener un restaurante de una sola mesa y no fue ayer. Con el correr del tiempo y sin proponérmelo, en un arrebato propio de mi carácter convertí mi restaurante de once años y siete mesas en un chiringuito de una sola mesa donde sólo cocino a comensales conocidos y amigos de los conocidos gracias al boca a boca. Protegida por los arcanos celestiales de los cocineros, de quienes cocinan y aman los fogones con pasión inconmensurable, me llegó el influjo divino y con fuerza y decisión me deshice de empleados, cargas prestacionales, compromisos con el estado ordeñador del pequeño comerciante y su cola interminable de impuestos y cuotas de afiliaciones. Tanto familia como amigos pegaron el grito en el cielo y me declararon demente sin remedio. No sólo me liberé de las colas de ayudantes buenos para nada que presuponen deben respaldar a quien tiene un restaurante, también retiré el anuncio de la puerta, los anuncios publicitarios, reseñas en guías; me despendí del remoquete de restaurante y me lancé a la buena de Dios con mi conocimiento de muchos años de lidiar y guerrear con los sartenes. No necesitaba quien me cocinara, quien creara, quien pensara en postres suculentos, quien lavara, planchara, barriera, sacudiera el polvo, se encargara de la música, de encender las velas, ventilar el lugar y atender a los comensales a cuerpo de rey. En suma, pareciera que mi propósito era cuanto menos me conozcan mejor. En mi tierra caribe dice, «Entre menos bulto, más claridad».
Han pasado cuatro años, nunca tuve dinero efectivo en caja como lo tengo ahora; antes, el Estado ordeñador hacía su oficio. Hoy mi restaurante brilla como nunca, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. Se respira un aire puro, de buena energía, como si lo hubiese exorcizado. En estos cuatro años no faltan comensales en su gran mayoría extranjeros ávidos de conocer el país desde la mesa, que planean sus viajes y sus sitios para comer bien sin dejarlo para último momento. Me alegra tener interlocutores válidos, gente como yo, que ama la buena mesa, la mesa veraz, la mesa que no engaña, la mesa que no descresta, la mesa sólo para el comensal, un lugar sólo para él y su contertulios, sin meseros que confundan los platos, sin comidas falsas, mediocres, sin recortar calidad, con música exquisita, charla deliciosa, temas universales que salpican el buen postre y el buen café. Los locombianos persiguen los lugares atiborrados, el condumio con música en vivo, estridente y destemplada, soslayando la importancia del buen comer, del buen vivir.
Tanto es cierto que todo nos llega tarde que mis compatriotas locombianos no han podido entender el concepto de restaurante de una sola mesa que campea en muchos países hoy día, donde se sientan a comer mínimo dos y máximo doce gozando de intimidad y atención completa, donde se reserva mínimo con una semana de anticipación, por razones obvias, no estoy sentada en la puerta de la calle esperando la llegada del comensal loco. Mi restaurante es un lugar exquisito donde quien dispone qué va a servir en los ocho platos, soy yo, la cocinera y no los «clientes» alocatados que piden comida de moda para tener tema de conversación, aunque sus sentidos estén adormecidos hasta la muerte. Hablando de adormecimiento, con mi nuevo concepto que lleva cuatro años me quité de encima sin dificultad la horda mal educada de políticos que incluye senadores corruptos, ministros tontos, magistrados despistados, farándula aparecida, ansiosos de figuración, que los vean, que los noten, que aparezcan en las notas sociales sentados a manteles en el restaurante tal, vecindados por iguales figurones que escupen sapos y alimañas verdes y babosas cuando abren la boca. Sin modales, sin cortesía. No en balde mis padres nos repetían tres veces al día que en la mesa y en el juego se conoce al caballero.
Me deshice de ellos porque su ego es de tal tamaño que no reservan, ¿para qué si con sólo aparecer de repente el dueño del restaurante desplaza al comensal del común de su puesto para acomodar al “importante” que hace su entrada precedido de un cuerpo de seguridad que bastante ruido para hacerlo más notorio. No sólo llegan sin reservar como Pedro por su casa, no admiten que se les diga que el restaurante es privado y se requiere reserva con una semana de anticipación. Es tan particular esta horda vulgar de políticos y demás sabandijas que no son capaces de hacer una reserva personalmente ni a su nombre. Anteponen el rimbombante cargo y la institución donde fungen de burócratas, sin sospechar que a mí no me descrestan los cargos ni los títulos. Ninguno se identifica con su escueto nombre de pila, inseguros de su ser real anteponen investiduras, convencidos de que romperán las normas impuestas por el dueño del establecimiento.
No hay fuerza posible que los convenza de que si son tan importantes deben planear sus compromisos sociales, que no vale que me digan que invitaron al tal o cual Embajador, que el señor alcalde de la ciudad se antojó a última hora de comer de mis manos. No hay Dios posible que entiendan que ni a la casa materna se llega sin anunciarse. Lo llamo la mala educación.
Y ahora resulta que después de mi loca idea de la mesa única y exclusiva para el comensal que se entrega a mí para comer con sorpresas de indiscutible delicia y calidad, el tan mentado chef catalán Ferrán Adriá contempla la posibilidad de iniciar su nuevo proyecto con un restaurante como el mío donde atienda mínimo dos y máximo doce. Que si este concepto es rentable sigue preocupando al resto de chefs faranduleros incapaces de cocinar por si mismos sin la ayuda de un tren de empleados y la palanca mediática que los catapulta a la fama. Amanecerá y veremos.
Mi sueño: irme lejos, vivir, dormir en la calle, despertarme en una plaza, con el sol en la maleta y los cabellos húmedos por el rocio, es un país diferente, en un lugar diferente, lejos de mentiras y predisposiciones a priori de la conveniencia, aprender cada día algo nuevo, así no hable con una sóla alma
Es un placer haberte conocido Estrella de los Ríos
Javier Ardila