EL SIGLO DE LAS APARIENCIAS
Estrella de los Ríos
Agosto 15 de 2010
La moda es la ciencia de la apariencia, y que inspire a uno el deseo de parecer más que de ser.
Henry Fielding
No quiero que se escape la paloma que revolotea por mi hombro hace varios días, yo que no puedo verlas ni oírlas por ser las asolapadas y culpables del deterioro ancestral de torres, campanarios, monumentos, andenes y antepechos de edificios modernos. La idea que me da vueltas es una crítica más de las implacables que urdo de mis compatriotas, no sólo de los colombianos, de los habitantes de este continente que algún día hace 200 años “libertara” mi paisano Simón. Tan paisanos que comemos las mismas hayacas, las mismas caraotas, los palos de queso que ellos llaman tequeños, las arepas en dosis de cuantas se puedan al día; él lo llamaba hervido carne y nosotros acá, sancochos, allá se come asado negro y nosotros posta negra en el Caribe. Así que bastante cercanos somos, y nos conocemos como la palma de la mano. La buchona traía en el pico el aparentar, el pretender ser, sentirse lo que no se es. Campean muchos refranes que apoyan esta conducta, “El hábito hace al monje”, “La mona aunque se vista de seda, mona se queda”, “Dime con quién andas y te diré quién eres”, “A cada cual de Dios el frio como ande vestido”, “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. ¿Por qué le achaco la culpa a mi amigo Simón? No sólo a él, a los gobernantes desde antes de la República, a las abismales diferencias sociales entre amos y súbditos. Y a la licencia una vez instaurada la República, de imitar las costumbres de sus amos. Se lo achaco a un fenómeno actual que no desaparece y se llama el aparentar, el mostrar, como las especies de mundo animal y vegetal, colores brillantes, fachas hermosas o pavorosas, flores de colores y olores atractivos que atrapan su presa, hojas y ramas de púas venenosas. Imagino que en ese club social al aire libre, algunos desearían lucir el brillo de oro de los colores del pavo real, sin detenerse a pensar en lo que tiene que hacer ese pajarraco arrogante para pasearse con su cola desplegada mostrando en su paseo y sin notarlo, la parte más fea, el ano.
En nuestras tierras, y en muchas otras tierras lejanas, el influjo que tiene la apariencia es la mejor fachada para cometer los delitos de los embaucadores, falsificadores, ladrones de obras de arte, hasta desvalijadores de departamentos. La apariencia hace que al más débil le tiemblen las rodillas antes y después del delito. “Hasta bien vestidos llegaron, con buenos autos y joyas”. “Los dejamos entrar sin identificación porque parecían gente elegante”. “Le vendí el edificio, así sin más documentos porque se veía gente decente, elegante y distinguida”. Y seguiremos engañándonos y continuará embaucándonos hasta que no crezcamos, no aprendamos que la fuerza está en otra parte, en otro lugar, en los valores reales.
Hasta aquí no llega el asunto; lo que preocupa es que sigan los criminales elegantes haciendo su agosto donde quiera vayan. En el negocio de la restauración es donde se advierte que sacan más provecho con el señuelo de lo aparente. A mí se me ocurre que así como existe el Siglo de las Luces, estamos en pleno Siglo de la apariencia y si no, que lo digan las falsificaciones de carteras, zapatos, joyas y zapatos de marca que venden en las calles en los baúles de los autos. Hace pocos días cuando los dos presidentes de los países hermanos se encontraron en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en la ciudad más antigua de América, Santa Marta, situada en la bahía más hermosa de América, -todo se reduce a superlativos atrayentes-, los Medios se ensañaron descalificando el vestuario del presidente venezolano porque apareció con un traje deportivo. Para la gente inteligente, esto sería lo de menos, la atención estaría centrada en los beneficios futuros de las paces, pero no, en esta tierra de las apariencias los cultores de lo superficial hubieran deseado que apareciera con un vestido de marca del diseñador más reconocido del momento, aunque falso. Es así como los nuevos profesionales de cualquier disciplina gastan su tiempo reparando en la vestimenta que deben llevar para causar mejor impresión, para ser más respetados, para atraer miradas aunque su cerebro siga apenas estrenado. Se escucha con frecuencia que un hace su entrada un grupo de caballeros bien vestidos, con cortes de pelo moderno y un auto de alta gama en la puerta, y los porteros o guardias armados “como vimos que parecían doctores”, los dejan pasar y terminan los forajidos con un abultado botín de los condominio. O los que presencian un atraco masivo en un restaurante coinciden en decir que vieron entrar a unos individuos muy elegantes, encorbatados y con lustrosos zapatos que en cuestión de minutos reducen a la impotencia a comensales y empleados, y pausados, sin afanes abordan su lujoso auto dejando al resto con los ojos abiertos y sus pertenencias volando. Que viva la apariencia y sigan engañados.
En el montaje de los restaurantes sucede otro tanto que correspondería a un fino atraco sin mano armada. Lo importante es mostrar un lugar relumbrón con derroche de diseño, arquitectura, manteles, mesas, dotación importada, muchos empleados despistados entrenados en no dar excelente servicio, comensales arribistas y una comida también de atraco. Lo importante es atraer la presa que seguro volverá a que lo esquilmen una vez más con la peor comida de su vida porque “los hicieron sentir lo que no son”.
Como los edificios, casas, locales, parques, avenidas transformadas, los hombres y mujeres se transforman insatisfechos de su apariencia y surge un nuevo negocio en estas tierras salvajes: la cirugía plástica tan soñada por aquellos que no encuentran paz ni sosiego hasta no mostrar que la billetera está abultada y que lucen alguna parte del cuerpo remodelada, y repito, aunque en su interior reine el caos.
En mi último viaje a Villa de Leyva, muy frecuentada por los turistas extranjeros que llegan a Colombia día a día, noté un cambio espeluznante en aquel paisaje bucólico, romántico que tanto nos agradaba en las orillas de las carreteras e incluso en los caminos veredales. Las tradicionales casas de ladrillo y techos de teja que nos remitían a los tranquilos campos de Castilla y Extremadura fueron demolidos y transformados en casas de cemento con ventanas compradas en serie y vidrios azules. El campo está tachonado y uniformado con este tipo de viviendas desangeladas. Un comensal que nos visitó del vecino país de Ecuador me comentaba hace más de un año cómo los campos y zonas rurales de su país habían cambiado su apariencia por las casas estilo suburbio norteamericano, con ventanales estilo Miami y vidrios azules. El fenómeno se debía a los dineros de las remesas de los ecuatorianos emigrantes en Europa que se destinan de inmediato a cumplir con el sueño de la remodelación, el sueño del campesino, del agricultor, de la artesana, del común: remodelar la casa para que tenga apariencia de progreso, de ascenso en la escala social, aunque su interior continúe en el desorden y en la mala educación, aunque mueran sin conocer el significado de conservar, mantener. Lo novedoso es demoler. Ese es el hombre de nuestras tierras libertadas hace dos siglos.