Estrella de los Ríos
Barcelona, enero 18, 2010
“Cuando un hombre escribe con suficiente claridad, todo el mundo puede ver si es falso o no. Si se vale de retorcimientos engañosos para evitar una afirmación neta lo que es muy distinto de violar las reglas de la sintaxis o de la gramática, para producir un efecto imposible de lograr de otro modo, hace falta más tiempo para descubrir el fraude de ese escritor, sin contar con lo que los demás escritores, sometidos a la misma necesidad, harán su elogio para defenderse a sí mismos.” Ernest Hemingway, Muerte en la tarde.
“No se tragaba las eses finales como si fueran fideos ni machacaba las erres contra las muelas, como solíamos hacer los puertorriqueños. Las erres de tío Antonio eran tan claras como las de un arroyo, y pronunciaba las cés (sic) como si tocara castañuelas. Era como si Antonio…”
El anterior es uno de los cientos de derroches de adverbio como en su sentido comparativo utilizados en sólo medio párrafo e iniciando la novela. A sabiendas de quien era la autora, me agaché en un montón de libros rebajados a la mitad de su precio que arruman en el piso de las librerías. El título era sugestivo y a la presentación, en la contra carátula, no le cabía un cargo más, cátedras en muchas universidades, doctorados, premios, y se comparaba su obra con la de un Nobel de literatura de nuestro país, de cualquier país. Emulada también con La vorágine y Doña Bárbara. Abultado el libro y editado por una prestigiosísima editorial que se me antoja la reina del libro-objeto–mercado-masa, no importa que escribas mientras vendas, empecé a leer, no prejuiciosa a pesar de sus antecedentes; de cómo la había conocido, del momento aquel que jamás podría referiría por su carácter insólito, de “nadie te va a creer cuando lo cuentes”.
El abrebocas fue un par de comos en las cuatro primeras líneas, tan juntos, puestos allí a la topa tolondra. Desde que nací, desde que aprendí el abecé me enseñaron que en las tres primeras líneas de un texto o en los primeros tres minutos de un filme se define el autor. Proseguí la lectura. El segundo párrafo de la primera página de la novela laureada y reseñada por The New York Times Book Review, empieza…”Como al Río Loco…”, y me dije, “¿Será que sigo?”. Voltee a la segunda página y leí, “La aventura de cruzar el Río Loco tendía como un velo de alegría sobre el impasse de ver a Clarisa muda como una piedra. Verla desafiar al río, arrojarse impaciente a su conquista era como una negación”. Esta hemorragia de comos me impedía concentrarme en el sentido.
El caso es que no alcanzaba la lectura de 30 párrafos y la catedrática me ofrecía seis “comos” por página sin tomarse el trabajo de captar la cacofonía y gozar de la búsqueda de los sustitutos de sus comparaciones. Persistió la autora y en la página tres, me espetó de entrada “como si se tratara de un pedregal”, “regado de rocas enormes como huevos prehistóricos”, “sin embargo, se henchía como un monstruo achocolatado”. A menos de tres líneas más adelante, me atacó con “así como perros, cerdos chivos y hasta vacas de agua”. Y a continuación, “Era como estar metidas dentro de un paraíso sellado”.
Quedé congelada. Cerraba y abría el libro. Una vez más me encontraba con la mentira descubierta, con la farsa disfrazada y no estaba dispuesta a emplear los modos comunes de compasión, comprensión, paciencia y tolerancia. O terminar diciendo, “pero ella es muy buena persona”.
Su desfachatez espoleó mi deseo de ensañarme con buen resaltador en mano porque si encontraba un par de “comos” más en la próxima página exigiría la devolución inmediata de mi dinero. Y le diría al librero que no quería el libro ni regalado. Humillante para la autora tener su libro tirado en el piso a un precio miserable y además que el comprador lo devuelva por considerarlo un fraude editorial, una mentira.
Y así continuó la dama; en el capítulo dos sin reparo embutió “comos” en menos de doce líneas. No hubo contención alguna a la hemorragia de comos; que la criaron como una prisionera, y después un “pero como”, y luego “como si buscaran la protección de la cordillera”, y “ las calles cruzaban el pueblo como venas abiertas”, “y cuando uno miraba hacia afuera era como si…”
No creía lo que mis ojos leían y volvía a la solapa para ver el rostro de la mentira en la foto de la autora, de pie, con los brazos cruzados al frente, imitando una pose de Jackie O.
Las escenas de aquel crimen y su impunidad rondaron en mi memoria durante varios días con la falacia consentida, el atraco a mano armada y a la luz del día de que había sido objeto. A ratos quería hacer productiva la lectura masoquista y empezar a registrar la sarta infinita de chambonadas literarias.
A estas alturas la catedrática y escritora laureada atacaba con bandadas de todo para todo y a toda hora. Hubo más de diez páginas enriquecidas con todo, todo esto, todo el mundo, a granel. Y el remate de la corrida en las dos páginas finales estuvo ajaezada con siete adjetivos terminados en mente.
Existen editores que exigen la escritura de un número determinado de libros de autores que están en la cresta de las ventas. Es posible, siendo compasiva, que pasen por alto los cientos de errores gramaticales y de sintaxis. Inadmisible si mi dinero vale, si mis neuronas son celosas de la contaminación del intelecto.
No hay derecho, refunfuñaba mientras me azotaba en el camino de la lectura. Algo tendría que rescatar de aquel desperdicio de tinta y papel, algo tendría esta señora de interesante para contar y para atraparme sin remedio en la lectura, y tomarlo a manera de chismorreo; cuando menos, que las anécdotas me sedujeran. Pero tampoco. La autora había aprovechado ese sagrado espacio que anhela el escritor, para reforzar la impresión que se propuso dejar la primera vez que la viera en público pavoneándose con un abrigo de piel que remataba el cuello con un par de intactos zorros fallecidos; que era superior, que venía directo de los Borbones colonos en América, que pisaba el suelo porque le tocaba, que su padre estaba postulado para gobernador del estado.
Sin remordimiento, sin vergüenza, sin reato contaba, en seis partes para un total de cincuenta y ocho capítulos de que consta la novela, una saga familiar que los críticos emulaban con la maestría de García Márquez.
Ocho años después reposaba la novela masacrada con frases subrayadas con resaltador verde chartreuse, con la pretensión de que el tiempo madurara el texto. Retomé la lectura y sus comos y sus todos y sus nadas seguían intactos; madurados cual vino. Transida de decepción, dos días después de esta experiencia, fui de compra a librerías de lance. Tenía que restablecerme del accidente literario. Volví con Muerte en la tarde e Islas a la deriva de Ernest Heminway, Tartarin de Tarascón de Alphonse Daudet, El fantasma de Canterville y otros cuentos de Oscar Wilde, y clásicos rigurosos como Horacio Quiroga y Julio Cortázar. Necesita un tratamiento intensivo de verdad en la palabra, acercarme de nuevo a escritores de oficio, no a figuras comerciales de la industria editorial.
Un añejado y serio escritor español contemporáneo se quejaba un día de la falta de correctores, de lectores en las editoriales, y afirmaba que esas empresas contrataban jóvenes egresados de universidades a quien sólo les basta un título y la ayuda del corrector de los ordenadores. No estaba errado. Una letrada filósofa de una prestigiosísima universidad local dedicada a la gestión cultural, me confesó un día que “era mala para esa cuestión de escribir y que tenía pésima ortografía”. Y remató diciendo que esas cosas no las enseñan en la facultad.