VACACIONES EN HAPPYVILLE
Bogotá, enero 20 de 2007
Por Estrella de los Ríos
De una porción del universo demencial, muy cerca de Locombia y a sólo 60 minutos de vuelo que no rebasa los 5000 pies de altura, recién regreso de una pausa soñada: lectura en hamaca, brisas que acarician palmeras y frutales en los patios; serenos cielos azules, playas blancas coralinas, cristalinas aguas turquesa, noches apacibles, comida, canto y baile de gentes que parecen de otra carnadura. Happyville, así, en inglés chespieriano, llamé al poblado y alrededores que abarcan tres provincias y sus cabeceras de envidiable idilio.
Hago la salvedad que no estuve bajo la influencia de motivo ni sustancia que me despojara de objetividad para ver las cosas con óptica realista; cuando hablo ?bellezas?? de un lugar, las mentes elementales suelen decirme que estaba enamorada o que el novio era oriundo del lugar. Sí, enamorada de la tierra, de la creación y de lo que el ser humano es capaz cuando vive incontaminado de la liviandad, de la corrupción, de la codicia. Me sucedió con La cocinanza comedida, mi libro sobre Santander; no creían que viera en esa tierra nuestra los prodigios que jamás advierten.
La mayor impresión fue el decoro, lo prolijo de sus habitantes; calles, patios y antejardines limpios, sin un papel, hoja seca, chamizo, ni caneca desbordante de basura y canes rapando bolsas de desperdicios. Tampoco observé el montón de objetos viejos e inútiles, electrodomésticos, autos a medio desguasar y muebles desvencijados, arrumados a la espera de mejor destino. Sólo tienen un camión recogedor de basura que pasa dos veces por semana. ?Somos pobres, pero no pasamos hambre??, me confesó una sencilla cocinera que me diera varias recetas del lugar. La pobreza de espíritu nos priva del valor del desprendimiento.
La nomenclatura de cada calle en pequeños postes a la altura de la vista y pintura intacta, también me dio paz. En Locombia la señalización es ausente, rota o desueta; postes doblados, arrancados de cuajo, adornando las habitaciones de los vándalos o fundidos por veinte pesos. Los postes de la luz del pequeño parque de Happyville, no alcanzan el metro ochenta y nadie rompe un farol ni roba un bombillo: curiosamente de los que conocemos como ahorradores de luz.
Dormí con puertas, ventanas y maletas abiertas. La brisa entraba y salía ventilando alma y cerebro. Descansé de vigilantes, porteros, patrullas, candados, rejas, alarmas paranoicas que se activan solas y me quité el peso de la cartera contra el pecho. Al parque, a las seis y media de la tarde concurren los mayores al palique, niños y adolescentes se refrescan en los escaños alrededor de una glorieta que parece lista para una retreta. Recobré la virtud de responder el amable saludo obligado de la gente que descansa en las maría- palitos, en los andenes, en las casitas de las veredas; a los viandantes y a los que conducen lentos. La marcha obliga a mantener el rostro y la mirada en alto.
En la primera luna llena del 2007, justo a la una de la mañana en una infinita playa dormían 25 lanchas de pescadores con sus respectivos motores fuera de borda a la espera de la marea para salir de pesca; allí reposan noche tras noche sin que a nadie se le ocurra aprovechar la ?papaya puesta??. Igual que en esta playa o puertos sin vigilancia despiertan las lanchas con sus redes, aparejos y motores. Los pescadores dejan las playas impecables, sin restos de pesca. No donde los cerdos pelean las tripas con perros, gallinazos y gaviotas, como suelo verlo en las playas de mi Locombia. Para ir más cerca, en el Mercado de Bazurto, de la ciudad más hermosa de América, Cartagena. Como en la Boquilla cuando era de los nativos boquilleros.
La pesca con arpones, trasmallos, dinamita, está prohibida. Se permite pescar con anzuelo que extrae peces de especies nativas insospechadas y conserva los cardúmenes jóvenes. La mayoría de la pesca es de exportación diaria y lo que queda, que llaman ?revoltura??, lo mejor de la pesca es lo que come el lugareño: peces de tamaño mediano, el mero que los gringos no compran, la exquisita raya, y otros pequeños peces que por fortuna y gracias a las preferencias del país del norte pude saborear. No existe un pescador avivato que por pescar más viole las leyes de conservación del ecosistema, so pena de quedarse sin sustento. Igual la pesca deportiva es próspera y respetuosa.
Por supuesto los langostinos aunque más jóvenes son más desarrollados, transparentes, no estos enormes y barbudos langostinos que nos toca comer en Locombia, llenos de excrementos en el lomo y de carne dura por viejos en el criadero. Comí longorones, ostras, ostiones, almejas, langostas de río, de puro sabor, sin contaminación, sacados de los esteros de los milenarios manglares limpios hasta el asombro. Ríos y riachuelos vivos permiten que se consuma un agua pura que sabe a líquido primigenio, sin temor a contaminación de bacterias y que hace placentero el baño y el lavado de la ropa.
Aunque las leyes de tenencia a término de las tierras del estado son estrictas, no falta el señor feudal que con retroexcavadoras robe espacio a los manglares, siembre palmeras y a precio de oro venda a los europeos extensiones de este paraíso, donde todavía existen las salinas productivas desde tiempos precolombinos, con sus métodos originales de piscinas para la explotación de la flor de sal, apetecida en el mundo hoy día, retornando a cuando la sal era moneda.
En las playas y pequeñas islas, parques de conservación encontré vallas en pie que prohíben al visitante llevar consigo material vivo o muerto. Ni corales, ni conchas, ni caracoles. No vi envases de metal, vidrio o plástico acumulados en las playas; ni restos de pañales desechables, ni bolsas azules, las que cubren la vegetación en las carreteras que bordean las zonas bananeras de la costa de Locombia. Pero sí los románticos desechos marinos que trae la marea: viejos troncos, rastros de naufragios, semillas que recorren continentes, ojos de buey por cientos e infinidad de caracuchas que producen música de móvil de cristal con el vaivén de las olas.
Tampoco han reemplazado las canastas de la zafra por baldes plásticos. Se tejen en palma, caña, bejuco o majagua de varios tamaños donde acarrean desde los hijos hasta el mercado. El uso del sombrero es sagrado, aunque de repente en las tiendas se ve la sarta de cachuchas bacanas que en Locombia popularizaron los militantes de las Autodefensas.
Los campesinos viven orgullosos de su música lugareña; durante los casi 28 días descansé de reguetón, baladas tontas, pop latino y yuca pop. De repente se coló bastante ??“yeme, linda?? del Cacique de La junta, los Zuleta, el Binomio de oro y ?Cuerpo cobarde??, de Alejo Durán, que también me llenó de gozo. En ?jardines?? y ?jorones?? se liba cerveza, ron de caña y se oye música en rocola. Por ser una región agrícola, ganadera, pesquera y llena de recursos naturales, se difunde y mantiene vivas las tradiciones.
Proporcional al reducido tamaño del reino de Happyville hay muchas fiestas. Los corregimientos y municipios -muy cerca uno del otro y no alejados de las carreteras principales- abundan las festividades los fines de semana. Los vaqueros, los agricultores y demás trabajadores del agro hacen la ?junta?? u organizan la fiesta que sirve de solaz y ocasión de mercadeo; en minúsculas corralejas y mangas de coleo los finqueros de otros pueblos se relacionan con las cuadrillas, los vaqueros despliegan sus artes de la hierra y cierran negocios en medio de la música, manifestaciones tradicionales, como la competencia de imitación de ladridos de perros, o salomas; cantan al son de la mejorana, una pequeña guitarra de cuatro cuerdas, y hay venta de abundante y sabrosa comida autóctona, no precisamente estimulado por entes oficiales de la cultura. Son los lugareños quienes exaltan sus fiestas y aseguran la concurrencia en la próxima festividad asistiendo a cada una de las fiestas de los poblados vecinos; garantizan el éxito de las fiestas exentas del tendido de borrachos agresivos que genera bala, machete y dispersión del jolgorio, porque beben, comen y bailan.
Los grupos musicales que interpretan aires, instrumentos y géneros únicos se citan puntuales y esperan su participación, mientras la gente baila sin parar desde que empieza la fiesta pasado el medio día hasta el amanecer. Se dice que pueblo que baila y canta es pueblo sano. Me libré de nuestras ruidosas tarimas de cervecería con paquidérmicos parlantes que contaminan con la estridente y barata música comercial. Estas que desplazaron el cultivo de los aires musicales propios en las fiestas patronales de los pueblos locombianos.
Alimento para el espíritu fue también la arquitectura del paisaje: las cercas vivas de mata ratón con sus flores rosa estuvieron en pie a lo largo de los cientos de kilómetros que recorrí de carreteras sanas con un solo peaje. Ninguna cerca torcida, caída, rota, con alambres de púa arrancados, con maleza loca invadiendo las bermas de las carreteras. Semejaba el paisaje de cuentos infantiles con aterciopeladas colinas, maizales ordenados, rojas extensiones de sorgo, cañaduzales, arrozales, pequeños hatos de vacas paciendo serenos aquí y el mar?¦ allá, con el sosiego que nos acompañó durante el recorrido, libres de temores.
Los jardines con vegetación natural, heliconias e inmensos papos (nuestros sanjoaquines, bonches, cayenas o resucitados) de decenas de colores adornan hasta la más humilde y pequeña casa, muchas de adobe, techos de paja y tejas, todas con portal, media agua y arabescos envigas y paredes. Brilló por su ausencia nuestra cultura de la construcción inconclusa de bloques de cemento (rural o urbana) con torcidas varillas de acero que sobresalen de la plancha (no techo) mientras ?echan?? el segundo, el tercer piso que nunca se construirá, amén de la encementación de lo verde.
Acabo de llegar y me estrello con la asquerosa realidad de vivir en el país más indolente, más subdesarrollado, más injusto y desordenado donde la vida no tiene valor. Tan no vale que en menos de una semana mueren tres niños por negligencia de instituciones y padres; un pequeño labriego desintegrado por una granada mientras trabajaba la tierra con un machete. Otro succionado por un ducto destapado en la piscina de un costoso hotel de Cartagena; nadie apareció, nadie pudo apagar el motor de succión. Una beba de dos años cuya madre la deja en su primer día de jardín al norte de Bobotá, muere ahogada en la piscina y los primeros auxilios los recibe de las empleadas del servicio. La profesora la echó de menos cuando contaba a los pequeños en el salón de clases. Y no después de clase de nado. Los padres delegan sus bebés mientras trabajan como burros para pagar espejismos: clases de natación, equitación, chino y japonés, y a la hora de la verdad nadie cuida al niño. Ni hablar de las guarderías públicas donde mueren infantes en absurdos accidentes por carecer del sentido elemental del valor de la vida; si no, abusados por las cuidanderas o por los maridos de las mismas.
Allá no vi niños mocosos abandonados, de vientres abultados; ni sentí el eco del llanto sin parar, ni mendicidad por doquier, ni iglesias de puerta cerrada por miedo a saqueo del altar y que alcen con la patena de oro. Un misterioso sacristán o párroco que no pude conocer tañe las campanas a ritmo de salsa, imitando el batintín de timbales o redoblantes. Al final de la tonada los toques tradicionales anuncian la misa.
El hecho de sangre en los últimos tiempos fue la muerte de un burro ?a manos?? de un bus en la carretera. Hay tres policías sin oficio y uno de ellos vende g?¼isqui de contrabando. En el país de Happyville también existen seres de otra condición que roban impuestos, salud y educación.
Finalizando el año, en una región del otro océano, en menos de quince días tres poblados indígenas de la misma etnia fueron arrasados con fuego hasta los cimientos. La rápida y exhaustiva investigación concluye que la masacre es retaliación de narcotraficantes locombianos que cobran a los nativos los ?paquetes?? de droga perdidos que arrojan desde el aire, desde lanchas rápidas y flotan en las playas, se incrustan en los sembrados. Igual sucedió hace más de un año en Cartagena; de la noche a la mañana la población de Bocachica resultó con televisores de plasma, equipos de sonido y mejoras en los ranchos gracias a las caletas flotantes. Por fortuna no hubo masacre como castigo a la ley del silencio.
Sé que ya nada podemos hacer. Al menos mientras esté viva. Que este lugar nos tocó en suerte. Que así es la condición humana. Que en todas partes se cuecen habas. Pero no. No me importa que en casa del vecino las cosas anden manga por hombro. Lo que importa es que en la mia casa se pueda vivir.
Después de un año actualizo la página porque estuve requete ocupada. Gracias por sus comentarios. Acabo de terminar el capítulo de los santanderes para la Enciclopedia de Cocina de El Tiempo. También lo disfruté. Saludos,